martes, 21 de febrero de 2012

1er. Domingo de Cuaresma

Texto: Mc 1, 12-15

En aquel tiempo, el Espíritu empujó a Jesús al desierto. Se quedó en el desierto cuarenta días, dejándose tentar por Satanás; vivía entre alimañas, y los ángeles le servían. Cuando arrestaron a Juan, Jesús se marchó a Galilea a proclamar el Evangelio de Dios. Decía: «Se ha cumplido el plazo, está cerca el Reino de Dios: Convertíos y creed en el Evangelio».

Comentario: (Realizado por José Luis)

No creo yo que haya de interpretarse la letra textualmente: “el Espíritu empujó a Jesús al desierto…”. ¿Cómo iba a empujar el Dios-Espíritu a lugar tan inhóspito al Dios-Hombre? Parece más suave si decimos que influyó en El, con la propia fuerza del Espíritu hacia algo que, bien mirado, tenía poco de agradable. Al desierto… lugar inhabitable, vacío de algo positivo, seco, árido… Si al menos hubiera sido a un oasis…

Alimañas con las que convivía era lo único que habitaba aquel lugar. Dice Marcos que los ángeles le servían, eran su único apoyo, su único consuelo, su única compañía.

¿No sentimos a veces, nosotros mismos, encontrarnos en un paraje semejante? La soledad nos invade, el sufrimiento nos aniquila, el miedo nos corroe… Pero nos cuesta ser capaces de elevar los ojos al cielo y esperar la bajada del ángel que nos proteja, que nos dé aliento, ánimo, fuerza…

Y Jesús, una vez transcurrido el plazo, se marchó a proclamar el Evangelio, lleno de fuerza, de vida, de argumentos, que había encontrado en el desierto, una vez recibido el Bautismo de Juan. Y nos grita: “Convertíos, y creed en el Evangelio”.

Este ángel, que nos dé un valor semejante al que dio a Jesús, es al que debemos esperar y encontrar, para que nos haga capaces, primero de sentir nuestra propia conversión y creer a pies juntillas en el Evangelio. Y después nos preste ayuda y apoyo para pedirlo, exigirlo a los demás, a todos aquellos que deseen verse, encontrarse con Dios, acercándonos a El, yendo con El de la mano.

Dos temas distintos se enfrentan en este pasaje evangélico tan corto: pasar primero por el sufrimiento, y ya una vez asimilado, proclamarlo con vigor por todo el mundo, a todas las personas, ser decididos en su evangelización. ¿Somos capaces de sufrir primero y de proclamar después? Este, y no otro, es el camino.