lunes, 25 de enero de 2010

4º Domingo del Tiempo Ordinario

Este 31 de enero celebramos el 4º Domingo del Tiempo Ordinario y continuamos leyendo la perícopa que comenzábamos la semana pasada en Lc 4, 21-30.
El propio relato comienza reproduciendo el último versículo que escuchábamos la semana pasada. El contexto es el mismo, la sinagoga de Nazaret, pero en esta ocasión nos encontramos con la reacción de la gente que estaba allí. Jesús entiende que lo que dice requiere que sea ratificado con hechos y dice aquello de que nadie es profeta en su tierra. Entonces pone un par de ejemplos de cómo el amor de Dios se ha dado no a aquellos que se creen con derecho a ese amor sino a quien Dios tiene a bien concedérselo, puesto que es un regalo, una gracia. Entonces ellos furiosos quieren despeñar a Jesús.
Si reducimos la lectura del texto a una cuestión étnica, puesto que la viuda de Sarepta y Naamán, el sirio no eran judío, el sentido quedaría desvirtuado. No se trata de una cuestión de cómo es la fe que tenemos. También hoy nos podemos encontrar con personas que se creen con derecho a ser salvados, o que por realizar tal o cual práctica van a ir al cielo. Lo que Jesús nos dice aquí, es que no hay nada más lejos de la realidad, que no nos podemos creer merecedores de nada. El hecho de creer en Él no nos garantiza nada, no podemos pretender tenerlo a nuestra disposición. Recuerdo una película en la que esto se ve claro. Las sandalias del pescador, cuando el cardenal Leone reconoce ante el papa Kiril que tenía celos del él, porque el papa había conseguido sin buscarlo aquello a lo que el cardenal creía tener derecho, sin darse cuenta que no podía exigir por su trabajo más que el salario apalabrado a primera hora de la mañana.
¿Por qué mantenemos una relación con Dios? ¿Qué buscamos en ella? ¿Me creo con derecho a esa relación o la pido y la espero como una gracia, como un regalo? ¿Cómo soy bueno espero algo más que los demás o me conformo con el salario apalabrado a primera hora?