martes, 7 de septiembre de 2010

24º Domingo del Tiempo Ordinario

Texto: Lc 15, 1-31

En aquel tiempo, solían acercarse a Jesús los publicanos y los pecadores a escucharle. Y los fariseos y los escribas murmuraban entre ellos: «Ése acoge a los pecadores y come con ellos». Jesús les dijo esta parábola: «Si uno de vosotros tiene cien ovejas y se le pierde una, ¿no deja las noventa y nueve en el campo y va tras la descarriada, hasta que la encuentra? Y, cuando la encuentra, se la carga sobre los hombros, muy contento; y, al llegar a casa, reúne a los amigos y a los vecinos para decirles: “¡Felicitadme!, he encontrado la oveja que se me había perdido”. Os digo que así también habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse. Y si una mujer tiene diez monedas y se le pierde una, ¿no enciende una lámpara y barre la casa y busca con cuidado, hasta que la encuentra? Y, cuando la encuentra, reúne a las amigas y a las vecinas para decirles: “¡Felicitadme!, he encontrado la moneda que se me había perdido”. Os digo que la misma alegría habrá entre los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierta». También les dijo: «Un hombre tenía dos hijos; el menor de ellos dijo a su padre: “Padre, dame la parte que me toca de la fortuna”. El padre les repartió los bienes. No muchos días después, el hijo menor, juntando todo lo suyo, emigró a un país lejano, y allí derrochó su fortuna viviendo perdidamente. Cuando lo había gastado todo, vino por aquella tierra un hambre terrible, y empezó él a pasar necesidad. Fue entonces y tanto le insistió a un habitante de aquel país que lo mandó a sus campos a guardar cerdos. Le entraban ganas de llenarse el estómago de las algarrobas que comían los cerdos; y nadie le daba de comer. Recapacitando entonces, se dijo: “Cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan, mientras yo aquí me muero de hambre. Me pondré en camino adonde está mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornaleros”. Se puso en camino a donde estaba su padre; cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió; y, echando a correr, se le echó al cuello y se puso a besarlo. Su hijo le dijo: “Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo”. Pero el padre dijo a sus criados: “Sacad en seguida el mejor traje y vestidlo; ponedle un anillo en la mano y sandalias en los pies; traed el ternero cebado y matadlo; celebremos un banquete, porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido; estaba perdido, y lo hemos encontrado”. Y empezaron el banquete. Su hijo mayor estaba en el campo. Cuando al volver se acercaba a la casa, oyó la música y el baile, y llamando a uno de los mozos, le preguntó qué pasaba. Éste le contestó: “Ha vuelto tu hermano; y tu padre ha matado el ternero cebado, porque lo ha recobrado con salud”. Él se indignó y se negaba a entrar; pero su padre salió e intentaba persuadirlo. Y él replicó a su padre: “Mira: en tantos años como te sirvo, sin desobedecer nunca una orden tuya, a mi nunca me has dado un cabrito para tener un banquete con mis amigos; y cuando ha venido ese hijo tuyo que se ha comido tus bienes con malas mujeres, le matas el ternero cebado”. El padre le dijo: “Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo: deberías alegrarte, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido; estaba perdido, y lo hemos encontrado”».

Comentario:

El próximo 12 de septiembre celebramos el 24º Domingo del Tiempo Ordinario y la liturgia nos propone el texto de Lucas 15, 1-31.

En el contexto de una comida con unos fariseos, pecadores, publicanos y escribas, el evangelio recoge una serie de tres parábolas, la de la mujer que pierde una moneda, la de las cien ovejas y la del padre bondadoso, ésta mucho más larga, pero con la misma enseñanza de fondo.

La sociedad actual nos plantea una serie de principios que evidentemente no coinciden con los del Evangelio. Hoy se nos invita a medir todo a valorar los pros y los contras, hoy nadie deja noventa y nueve ovejas por una, cuantitativamente es una barbaridad. Pero el Evangelio nos propone que nuestro criterio sea cualitativo. Una oveja vale tanto como las noventa y nueve, una moneda merece la pena tanto como las nueve restantes. Un hijo por mal que se haya portado, por mucho que haya dilapidado, es un hijo y el amor hacia él es tanto como por el que hace lo que se supone que hay que hacer. Estas parábolas identifican a los protagonistas, la mujer, el pastor y el padre con Dios, demostrándonos que a Dios le importamos todos y cada uno de sus hijos, tal y como somos, respetando nuestra libertad y nuestras decisiones, una libertad que, en las más de las ocasiones, ninguno de nosotros somos capaces de respetar. Tal vez ahí radique nuestra diferencia con Dios, nuestra incapacidad para entenderlo. Dios sabe respetar sin juzgar, nos permite equivocarnos y nos valora a todos y cada uno de nosotros, independientemente de lo que hayamos hecho. Nos ama incondicionalmente. Una vez me dijeron que amar así es imposible, es una cualidad divina, pero ¿no debemos intentarlo, no podemos disfrutar de ese don? Dios nos lo puede dar.

¿Cuándo vamos nosotros a aprender a amar así? ¿Cuándo dejaremos de juzgar? ¿Cuándo respetaremos la libertad de nuestros hermanos?