lunes, 19 de octubre de 2009

30º Domingo del Tiempo Ordinario

Este 25 de octubre celebramos el trigésimo Domingo del Tiempo Ordinario y la liturgia nos ofrece Marcos 10, 46-52.
El texto recoge la curación del ciego Bartimeo. Ya sabéis, ese en el que hay un ciego a la salida de Jericó que al enterarse que Jesús pasaba por allí, comienza a llamar la atención para que le cure. Es de las pocas ocasiones en que el Evangelio nos ofrece el nombre de quien es curado por Jesús, pero también es de las pocas ocasiones en que Jesús dice eso de tu fe te ha curado. Es la última parada de Jesús antes de llegar a Jerusalén. A partir de ahora Marcos comienza a narrarnos lo que conocemos como la Semana Santa.
Lo cierto es que este relato no tiene desperdicio y no sé por dónde empezar. Podemos dejar de lado el hecho de la curación de un ciego en sí misma, todo lo que significa el deseo de ver, de satisfacer una necesidad como la de ver. También podríamos ver un montón de paralelismos y significaciones de este episodio. Y me gustaría fijarme en la actitud.
Bartimeo está al borde del camino, está en el camino y ha tenido que oír hablar de Jesús. Su grito, que la gente que lo tenía por pecador público intenta acallar, es una confesión de fe para los judíos: “Jesús, Hijo de David ten compasión de mi”. El ciego reclama la atención de Jesús. Ante la llamada de Jesús, el ciego deja todo, no sé por qué pero aquí veo la explicación más clara a la parábola del Reino como “Tesoro escondido”. La petición es clara: “Maestro, que pueda ver”, una petición que hacemos menos de lo que deberíamos, porque las más de las veces pedimos hacer la voluntad de Dios sin tenerla clara. Y por fin, el milagro; por la fe, la vista. Luego, la actitud de agradecimiento al seguirle.
¿Si deseo seguir a Jesús soy capaz de dejar todo? ¿mi necesidad es tan grande como para gritar a pesar de la presión? ¿mi fe me sanaría? ¿le seguiría después?