sábado, 6 de marzo de 2010

4º Domingo de Cuaresma

Texto Lc 15, 1‑3.11‑32
En aquel tiempo, solían acercarse a Jesús los publicanos y los pecadores a escucharle. Y los fariseos y los escribas murmuraban entre ellos: «Ese acoge a los pecadores y come con ellos». Jesús les dijo esta parábola: «Un hombre tenía dos hijos; el menor de ellos dijo a su padre: “Padre, dame la parte que me toca de la fortuna”. El padre les repartió los bienes. No muchos días después, el hijo menor, juntando todo lo suyo, emigró a un país lejano, y allí derrochó su fortuna viviendo perdidamente. Cuando lo había gastado todo, vino por aquella tierra un hambre terrible, y él empezó a pasar necesidad. Fue entonces y tanto le insistió a un habitante de aquel país que lo mandó a sus campos a guardar cerdos. Le entraban ganas de llenarse el estómago de las algarrobas que comían los cerdos; y nadie le daba de comer. Recapacitando entonces, se dijo: “Cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan, mientras yo aquí me muero de hambre. Me pondré en camino adonde está mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornaleros”. Se puso en camino adonde estaba su padre; cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió; y, echando a correr, se le echó al cuello y se puso a besarlo. Su hijo le dijo: “Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo”. Pero el padre dijo a sus criados: “Sacad en seguida el mejor traje, y vestidlo; ponedle un anillo en la mano y sandalias en los pies; traed el ternero cebado y matadlo; celebremos un banquete; porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido; estaba perdido y lo hemos encontrado”. Y empezaron el banquete. Su hijo mayor estaba en el campo. Cuando al volver se acercaba a la casa, oyó la música y el baile, y llamando a uno de los mozos, le preguntó qué pasaba. Este le contestó: “Ha vuelto tu hermano; y tu padre ha matado el ternero cebado, porque lo ha recobrado con salud”. El se indignó y se negaba a entrar; pero su padre salió e intentaba persuadirlo. Y él replicó a su padre: “Mira: en tantos años como te sirvo, sin desobedecer nunca una orden tuya, a mí nunca me has dado un cabrito para tener un banquete con mis amigos; y cuando ha venido ese hijo tuyo que se ha comido tus bienes con malas mujeres, le matas el ternero cebado”. El padre le dijo: “Hijo, tú siempre estás conmigo, y todo lo mío es tuyo: deberías alegrarte, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido, estaba perdido, y lo hemos encontrado”».
Comentario
Este 14 de marzo celebramos el 4º Domingo de Cuaresma y el texto que nos propone la liturgia, cuando no hay catecúmenos, es Lc 15, 1‑3.11‑32, la parábola del hijo pródigo o del padre misericordioso o del padre que tenía dos hijos, como el propio Jesús la denomina al comienzo.
Otros comentarios de este Evangelio se centran en la interpretación para los actuales cristianos, pero creo que primero deberíamos ver qué decía este texto a los oyentes de Jesús.
En la parábola Jesús compara la actitud de dos hijos ante su padre. A todos nos resulta fácil identificar a Dios con el Padre. Pero ¿qué suponen las actitudes de los dos hijos? Básicamente, suponen dos formas distintas de relacionarse con el Padre, con Dios. Dos formas que son tan evidentes hoy como lo eran para los cohetáneos de Jesús. Por un lado, la evidente del hijo menor, un hombre capaz de reconocer su pecado y pedir perdón, los pecadores y publicanos con quienes se juntaba Jesús, y los que hoy nos sabemos con fallos en nuestra relación con nosotros mismos, con los demás y con Dios. Y, por otro lado, el hijo mayor, que es incapaz de ver su pecado, que se cree que cumplir la voluntad de su padre le da derecho a un banquete, los que hoy podemos creernos con derecho a salvarnos por cumplir unos preceptos, en su mayoría hechos por hombres pecadores como nosotros. El texto ya no va más allá.
No puedo evitar siempre que oigo este Evangelio tener un recuerdo en mi corazón para Luis José, se sentía tan identificado con el hijo menor que quiso que esta parábola se oyese en su funeral. Él como yo se sabía pecador y que sólo nos queda confiar en el Amor del Padre invitándonos a ese Banquete.
Nuestra tradición hace que nos sea fácil identificarnos con el hijo menor, pero ¿cómo es nuestra relación con el Padre?

lunes, 1 de marzo de 2010

3er. Domingo de Cuaresma

Texto: Lc 13,1-9
En una ocasión se presentaron algunos a contar a Jesús lo de los galileos cuya sangre vertió Pilato con la de los sacrificios que ofrecían. Jesús les contestó: «¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores que los demás galileos, porque acabaron así? Os digo que no; y si no os convertís, todos pereceréis lo mismo. Y aquellos dieciocho que murieron aplastados por la torre de Siloé, ¿pensáis que eran más culpables que los demás habitantes de Jerusalén? Os digo que no; y, si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera. Y les dijo esta parábola: «Uno tenía una higuera plantada en su viña, y fue a buscar fruto en ella, y no lo encontró. Dijo entonces al viñador: “Ya ves: tres años llevo viniendo a buscar fruto en esta higuera, y no lo encuentro. Córtala. ¿Para qué va a ocupar terreno en balde?” Pero el viñador contestó: “Señor, déjala todavía este año; yo cavaré alrededor y le echaré estiércol, a ver si da fruto. Si no, la cortarás”».
Comentario:
El proximo 7 de marzo celebramos el tercer domingo de Cuaresma y la liturgia nos ofrece el Evangelio de Lc 13, 1-9.
El texto recoge un par de sucesos de la crónica del momento, que Jesús aprovecha para interrogar a sus interlocutores sobre las consecuencias del pecado, y la parábola de la higuera que no da fruto.
Los judíos creían que cualquier desgracia era fruto del pecado. Hoy tenemos otra forma de decirlo, pero la esencia es la misma: “castigo de Dios”, “la naturaleza se revela”… pero lo que viene a decir Jesús es que, si eso fuera cierto, cualquiera de nosotros seríamos merecedores de esas o mayores penurias. No faltan quienes ante los recientes desastres naturales vienen a decir algo parecido. Aunque ya conocemos la respuesta de Jesús. El creer que no tenemos culpa, el creer que no tenemos pecados porque la desgracia no ha llamado a nuestra puerta, no significa nuestra ausencia de pecado. Los que sufren esos contratiempos no son ni más ni menos pecadores que cualquiera de nosotros. De ahí la necesidad de convertirnos. De cambiar.
La parábola de la higuera supone la premura del tiempo en llevar a cabo esta conversión este cambio. Año tras año, nos ofrecen esta oportunidad de cambio. Pero sin prisas atormentadas. Vale más hacerlo bien que hacerlo de cualquier manera.
¿Por qué me creo mejor que los demás? ¿siento la necesidad de cambiar?