martes, 4 de enero de 2011

Bautismo del Señor

Texto: Mt 3, 13-17

En aquel tiempo, fue Jesús desde Galilea al Jordán y se presentó a Juan para que lo bautizara. Pero Juan intentaba disuadirlo diciéndole: «Soy yo el que necesito que tú me bautices, ¿y tú acudes a mí?» Jesús le contestó: «Déjalo ahora. Está bien que cumplamos así todo lo que Dios quiere». Entonces Juan se lo permitió. Apenas se bautizó Jesús, salió del agua; se abrió el cielo y vio que el Espíritu de Dios bajaba como una paloma y se posaba sobre él. Y vino una voz del cielo que decía: «Este es mi hijo, el amado, mi predilecto».

Comentario:

Este 9 de enero celebramos el Bautismo del Señor y leemos Mateo 3,13-17. Jesús baja al Jordán para ser bautizado por Juan para cumplir la voluntad de Dios, a riesgo de que lo confundiesen con un pecador. Y Dios aprovecha el momento para manifestarse, para la teofanía en la que dice: “Este es mi hijo, el amado, mi predilecto”.

Prescindimos de las implicaciones veterotestamentarias del texto, en las que un judío ve la similitud con el Génesis donde el Espíritu de Dios aleteaba sobre las aguas vírgenes y con la Palabra comenzaba la Creación, para fijarnos en el hecho del Bautismo.

El diálogo con Juan se centra en el cumplimiento de la voluntad de Dios, denotando así el compromiso con el movimiento bautista del momento, con la necesidad de cambio, pero no de un cambio político, no de un cambio social sin más; sino de un cambio desde el interior de la persona, un cambio de los planteamientos de fondo que cambiarán la sociedad.

En múltiples ocasiones me encuentro con bautizados que para nada son conscientes de lo que su bautismo supone, según este Evangelio: el bautismo de Jesús es cumplimiento de la voluntad de Dios, es recepción del Espíritu y colaboración con él, es asumir la condición de Hijo de Dios. ¿Y el nuestro?

Pocas veces nos sentimos comprometidos por nuestra condición de bautizados en nuestro obrar diario, sin ser conscientes que en él nos comprometimos con el plan salvífico de Dios, con la construcción de su Reino, con la transformación de la realidad que vivimos. Sabiéndonos hijos de un mismo Padre, es raro que pensemos que con aquellos con quienes nos relacionamos son nuestros hermanos, que debemos compartir sus sufrimientos y sus alegrías.